Morir por inanición cultural es lento, pero seguro. Hay una parte importante de la sociedad que ha dado la espalda a la cultura, sustituyéndola por contenidos, nunca estuvo tan de moda el just for fun y lo efímero.
La vanidad de un sector del público que se jacta de consumir música, programas, cine y series que son de usar y tirar, nos resume un poco como sociedad condenada, sin esperanza, ni sueños. El fast food ha llegado a todo, hasta envenenarlo, podemos consumirlo en una plataforma de streaming, en una librería o en la biblioteca de Spotify. No hace falta ni pedirlo por Glovo.
Leyendo a Valeria Ciompi, mientras hablaba de una época en la que las editoriales apostaban por los editores con gran sello personal, uno aprende de esas personas que nunca han sido elitistas en la búsqueda de contenidos ni en la promoción de nuevos autores. Apostando por la diversidad, la mezcla de clásicos, literatura y pensamiento. Cuidando no solo de las portadas de Anagrama, convirtiéndolas en parte del paisaje que nos descubrirá la novela que posteriormente devoraremos.
Crecí viendo La Clave y Qué grande es el Cine, esa era la cultura popular que había en casa, dicho sin desprecio. Si te niegas a ver contenido mediocre -no solo eres el raro, eso qué importa- automáticamente te convierten al esnobismo, no formas parte de una conversación, ni del sistema, gracias a Dios.
El escenario de cartón piedra con el que se construye hoy en día casi todo contrasta con los tratados, libros, o pinturas que han sido objeto de culto y estudio durante siglos, obras que no han perdido frescura e interés. Un legado que, desde luego Netflix, Rosalía, los Javis o un tal Quevedo difícilmente alcanzarán a dejar, aunque, estoy seguro de que tampoco es su pretensión.