Decía Javier Aznar que no hay nada que le guste más a alguien nacido en el Cantábrico que el sonido de unas palas. Añadiría que es algo más que eso. Volver a la tierra es algo que te remueve la sangre, la altera de tal modo que es difícil explicarlo de manera coherente. La tierrina es la tierrina, una forma de vida, de entenderla, de mostrarte, de ser. Puedes oír ese mismo sonido en una playa de Sanlúcar de Barrameda y sentir nostalgia, pero nunca sentir lo mismo.
Pido perdón de antemano -algo que Rick Gervais jamás haría- si ofendo a alguien. Uno tiene que saber justificar todo lo que dice antes de compartirlo en Twitter. El norte, mi vuelta al norte, destripó todas las miserias que arrastraba viviendo lejos. Una mirada intimista a todo lo que llevaba dentro y temía a partes iguales.
Me ha devuelto una inquebrantable fe en mis raíces, en lo que soy, en lo que me enseñaron y cierta coherencia que he mantenido ante el discurso de soy del norte que al menos una vez al mes sale en alguna conversación poco o nada trascendental. Ser de un sitio y vivir en la antípodas te hace distinto a ojos de los tuyos, eres, pero no eres, siempre creen que en cualquier momento puedes irte.
La tierrina la podemos entender como un síntoma que te limita y que solo se cura entrando en ella. Un conflicto es a veces la expresión de la persona y también puede ser una metáfora de un estado interior. A veces es un nudo en la garganta o en el estómago que solo expresa un dolor de cuando estás lejos y sin saber por qué, te sientes solo. Ser de un lugar representa algo más que un acento o que contemplar un acantilado tan bello como la Capilla Sixtina. El norte es una innegable voluntad de pertenencia, justifica cualquier fin, un statu quo. Permítanme la analogía con la película El Golpe, donde entre granujas se saludaban acariciándose con un gesto canallesco la nariz.
Creo que la obsesión por la tierrina de uno se mide en el tiempo que transcurre entre que estás allí y se te encoge el cuerpo hasta que vuelves una y otra vez. Es tu casa, tu gente, aunque ni conozcas ya a la mitad de ellos porque llevas tanto tiempo fuera que podrías pasar por turista. Qué importa eso, si es obvia la complicidad entre uno y el paisaje.
Hasta lueguito, joder.