No saben – o tal vez sí – la suerte que tienen de ver algo por primera vez, algo que les gustará mucho e incluso les cambiará la vida. Eso que se llama descubrir o estrenar sentimientos hacia cualquier forma de arte. Las afecciones son así, evasiones que nos trasladan al último refugio sobre el que descansar o sencillamente una forma épica de acabar el día.
La vida parece ser un perpetuo discurrir entre atascos y días lánguidos sin novedad alguna que a veces solo las salidas del sendero apaciguan al igual que la lluvia, la sequía por descubrir algo interesante que nos saque de un tedio inhóspito. Supongo que por eso, cuando vemos algo vibrante por primera vez, queremos hacerlo nuestro, meterlo en un cajón para que nadie más lo encuentre, no sea que esa persona tenga más afinidad que nosotros ante tan mayúsculo descubrimiento.
Un café, un libro, un viejo videoclip, un futbolista de esos que juegan con las medias bajadas, una serie olvidada, cualquier excusa es buena con tal de no compartir algo que nos ha encantado. Lo hacemos a veces, sólo en Twitter, ante nuestro pequeño e idílico círculo social, aunque en la vida real lo tengamos que completar con macarrones. Ya me entienden
Hay bucles de los que uno no sale: ciertas canciones, películas y mismas quejas.
La función del arte, la aspiración de los creadores, es hacerte pensar. Sin embargo, el espectador, el vulgar aficionado, le da un uso bien distinto, busca sencillamente la felicidad. Ya sea en una función de teatro, en un bar, en el Real Madrid, en una película sin interrupciones, en el olor a Nivea, en el café.
Un artista posee la magia de corregir o cambiar lo que con el paso del tiempo no parece una idea tan brillante. Los días, lo vivido, la verdad son cuestiones que no tienen arreglo. Envidio al artista con el pincel – Y no les hablo de los grandes maestros holandeses – que son capaces de corregir lo que en nosotros jamás podremos. Una vez que dominas la técnica, el espacio, la paleta de colores tiras de pulso, de creatividad y decides donde ir.
Recuerdo aquella vez que pinté una acuarela y todos a mi alrededor creyeron estar ante un joven y rutilante talento emergente. Créanme que nada más lejos de la realidad. Durante días me negué a empezar otra obra. Supongo que dentro de mí crecía el síndrome del impostor. Supe que había sido pura suerte y así, a la tierna edad de catorce años, tuve mi primera crisis de los cuarenta. Todo artista comete errores o son simplemente perfeccionistas, quién sabe. El noble arte de mejorar una obra como quien limpia un pincel, pero que alivia la perspectiva, el nudo o el desenlace es bienvenida.
No se engañen, es una auténtica contradicción tratar de vivir y de controlar todo. Elijan: una cosa u otra. En definitiva, no somos artistas, no dirigimos películas que luego nos sentamos a ver, tampoco – al menos yo – hago una puesta en escena. Tengo una lista pendiente de libros y películas que disfrutaré por primera vez, si lo piensan, soy rico. No esperen que se las recomiende, tampoco arrojen la toalla, esas cosas que tenemos aún guardadas, quizá no sean lo que necesitamos justo en ese momento, esa es en esencia la clave, el momento en que vamos a sentir algo por primera vez.