Propósitos para olvidar
Todos los años nos convertimos en auténticos impostores tratando de autoengañarnos con los propósitos de Año Nuevo que sabemos que difícilmente vamos a cumplir. Una pena, algunos seguro que nos cambiarían la vida, quién sabe si a mejor.
El síndrome del impostor reside en eso. Aún recuerdo cuando dije que me sacaría el carné de conducir allá por 1996. Tenía toda la intención, era real, la sentía dentro de mí. Aún sigo sin tenerlo.

Las decepciones de Año Nuevo mejor curarlas en un bar.
Tranquilos, hay que redescubrir cuantas cosas no haremos en este 2020. Las oportunidades también llegan para lo que solemos dejar las cosas a medias, todo intención, cero fuerza de voluntad. ¿Alguna vez os habéis visto tumbados en el sofá pensando en lo que estáis dejando de hacer? Esos también somos nosotros. No hay que avergonzarse, el ser humano también se compone de pequeños fracasos personales.
Solo hay que imaginar lo políticamente incorrecto que sería decir públicamente, por ejemplo: no tengo nada que mejorar. Decía un amigo que la vida es una envidia constante a las superaciones ajenas. Nadie está exento de sufrir un sentimiento de culpa al ver que su vecino vive mejor.
La etiqueta de Año Nuevo es temporal, papel de regalo que se rompe al comprobar si nos han correspondido con aquello que esperábamos, a nadie le importa demasiado el embalaje, solo el contenido.
No relativizo. Hay buenos y malos propósitos, ideas inteligentes, soluciones a corto plazo y pésimas decisiones que nos llevan a sentir más presión y ansiedad en nuestro espeso día a día. Dejar de fumar, ver más a los amigos que se han casado y tienen hijos, comer menos fast food e ir más al gimnasio. Cada uno tiene su lista, su patrón y sus obsesiones confesables.
Los propósitos de Año Nuevo y aquellos que piensan cumplirlos todos, sin excepción son una especie de tribu urbana que siempre tiene tiempo para todo. Una masa de gente perfecta que incluso se ocupa de criticarte por decisiones y esfuerzos que haces para encontrarte mejor. Ganan adeptos en cada comida de amigos, donde hacen chascarrillos y comentarios geniales a cerca de como vivir mejor. Los demás, los que apenas nos queda aire para acabar una jornada laboral somos la resistencia. Una pequeña aldea en la Galia cuya estrategia defensiva consiste en no machacarnos por cumplir todo aquello que se espera de nosotros.
No hay manera de superar el pensamiento grupal, por eso nunca confiesen sus anhelos de cara al Año Nuevo. No confiesen que van a comprarse una elíptica para hacer cardio en ayunas o que van a viajar por fin a Estocolmo o simplemente que tratarán de dejar de fumar por tercera o cuarta vez. No lo hagan porque quizá les suceda como a Holden Cauldfield en El Guardian entre el Centeno.
Yo en estos casos hago de la necesidad una virtud y solo cumplo con pequeños deseos terrenales, dejar el azúcar poco a poco, no fumar el primer cigarro del día hasta después de un buen café o no hacer listas con propósitos de Año Nuevo.
Hace ya un par de meses compré unas pastillas de esas para dejar los cigarrillos, con demasiadas contraindicaciones para emocionar a nadie, aún están sin abrir, al fin y al cabo, Bogart fumaba. La autoescuela ocupa un lugar destacado entre los cargos de conciencia que suelen azotarme antes de dormir y eso es todo lo que voy a contarles sobre mí.
Supongo que este pequeño artículo que escribo también es un fraude, pero ¿alguien en serio es capaz de cambiar su vida, aunque sea un poco a principios de año? Díganme un nombre.
La mayoría de las cosas que hacemos y que no hacemos tienen algo en común. Nos decepcionan. Así que pensemos mejor en que emplear el tiempo.
¡Mientras tanto, sean felices!