Hay rostros que se quedan grabados en la memoria del cine, pero el suyo se queda en el alma. Keaton fue Annie Hall, sí, pero también fue la suma de todas las mujeres que no encajan del todo en el guion de la vida.
Habitaba la contradicción. Su manera de vestir —ese traje masculino, esa corbata suelta, ese sombrero que parecía un gesto de independencia— era la encarnación de algo más profundo, la naturalidad de quien no se acomoda a los moldes, de quien convierte la incomodidad en un refugio.
Keaton fue y sigue siendo un recordatorio de que no hace falta encajar para brillar. Que hay una dignidad inmensa en no pertenecer del todo a ningún estereotipo.