Odio el verano, las toallas colgadas en cualquier lugar secándose tristemente al sol que abrasa y acaba con texturas y colores a partes iguales, oír aún más a los vecinos, el hit estival, los bañadores mojados y las fotos de Instagram bajo el lema vacío de la vida cañón.
Con los años, todo se vuelve menos elástico. No les hablo ni del corazón ni de la paciencia. Hay ciertas cosas, que una vez que se pierden jamás regresan. El verano para mí es una de ellas.
El verano que nunca tendremos es una temporada perdida en algún pliegue del tiempo, una estación que se evaporó antes de que pudiéramos sostenerla entre las manos. Eran días que se estiraban interminablemente bajo un cielo azul, noches impregnadas de un calor que, lejos de ser sofocante, envolvía con la suavidad de una promesa.
Pero ya no. Los veranos ahora se sienten como un recordatorio constante de lo efímero, una burla cruel de lo que solía ser. Las mañanas, que antes despertaban con la brisa del alba, ahora se abren paso entre bochornos y pesadez. Las tardes, que antes eran sinónimo de juegos y risas, se desvanecen en una lucha por encontrar sombras y un respiro que nunca llega. Las noches, esas noches que solían ser el refugio perfecto, se han convertido en un recordatorio de un descanso que se resiste a llegar.
Un eco persistente en mi mente, una sombra que se alarga con cada solsticio, recordándome lo que una vez fue y nunca volverá a ser. Quizá sea la manera en que el tiempo nos enseña a dejar ir, a soltar lo que fuimos, a encontrar el consuelo en lo que nos queda por vivir.
Los veranos de mi juventud, con su promesa de eternidad y ritmo pausado, son el sueño al que no volveré. Y así, se han convertido en una metáfora de todo lo que el tiempo nos arrebata, de todas las esperanzas y expectativas que, como el calor del estío, se disipan en el aire.
En el fondo, todo eso no importa demasiado. Lo que de verdad me molesta es que esos veranos perdidos me siguen llamando, como si fueran a volver en cualquier momento. Pero no lo harán. Y eso, eso es lo que realmente inquieta.
Hay quien mataría por cinco minutos más, otros por la extinción de la maldita nostalgia, yo, en cambio lo haría por no vivir en paralelo, por ser como Indiana, mi Golden Retriever, feliz ahora.