Un buen día descubrí —como suele suceder— por casualidad que meterme en jardines es algo que me viene de cuna. Quede claro que, en cualquier caso, esa sensación ha ido desapareciendo porque he aprendido a lucir otras habilidades que minimizan mi torpeza. Pero sigue ahí, adherida a mi persona. Y, como pasa con todo en la vida, incluso a esta sencilla conclusión he llegado tarde.
Recuerdo como si fuera ayer aquella visita al pueblo de mi abuelo. Fuimos a despedir a un hermano suyo. Acababa de regresar de América, donde se había ganado la vida, un nombre y quién sabe cuántas cosas más. Al día siguiente se celebró el funeral. El primero de los funerales a los que he asistido.
—No dejó mujer ni hijos, al menos es un consuelo —parecía decir mi abuelo a los vecinos, o quizá fuera al revés—. Eso y que no debería haber traído al niño, parece triste. El niño era yo. Y no, no estaba triste, lo estaba él, el hombre tranquilo.
Es curioso lo de los recuerdos. Uno trata de hacer memoria con algo de antes de ayer y nada, y un día, sin venir a cuento, recuerdas una jornada en mitad de una lívida mañana cuando apenas tenía siete años.
El camposanto se encuentra en las afueras, justo en lo alto de una colina que domina el mar Cantábrico. Si quieres llegar hasta allí, debes recorrer un sendero de tierra que serpentea entre los prados y las casas de piedra. El camino, aunque empinado, merece la pena, rodeado de cipreses que parecen tocar el cielo en medio del solemne trayecto. El sonido del mar de fondo, nítido, como el de las gaviotas. Las lápidas se disponen en hileras cuidadosas, sencillas en su mayoría, otras elaboradas. Flores frescas y secas, conchas marinas, tributos de una vida junto al mar.
Era uno de esos días grises, ásperos y fríos que parecen estar hechos a propósito para un funeral. Miraba a mi alrededor, tratando de mantener el paso de mi abuelo, intentando comprender ese mundo de dolor y de adultos en el que, sin previo aviso, me había visto forzado a entrar. Fue entonces cuando descubrí el inicio de una vida propensa a la torpeza. Me distraje con las grietas de una lápida y, sin darme cuenta, tropecé con un pequeño jarrón de flores que reposaba, delicadamente, sobre una tumba. Cayó al suelo y se rompió en pedazos, uno de ellos cortándome la muñeca. El inconfundible ruido del cristal al quebrarse resonó como el disparo que James Stewart nunca hizo contra Liberty Valance. Busqué enseguida miradas reprobatorias, pero no las hubo. Comprendí que el duelo que se celebraba era más intenso que cualquier curiosidad por mi torpeza.
Recompuse como pude mi dignidad levantándome y tratando de no derramar una lágrima. Escondí los cristales, coloqué de nuevo las flores donde descansaba A.B. y con el pañuelo me limpié la sangre. Al darme la vuelta, vi cómo una familia se acercaba subiendo por la ladera. Entré en pánico. ¿Sería la familia de A.B.? La sangre y el sudor emanaban a partes iguales.
Mientras me debatía entre la necesidad de huir y el deseo de esconderme, la familia se detuvo a pocos metros de la tumba. La mujer, con un rostro serio pero sereno, se adelantó y me miró fijamente.
—Tranquilo —dijo con una voz sorprendentemente suave—. A.B. era un hombre solitario, pero siempre cuidó de este lugar. Sabía que alguien vendría a recoger sus pedazos, como tú lo has hecho hoy.
Me quedé sin palabras, solo asentí, intentando comprender su significado. Sonrió y, con un gesto lento, tomó una de las flores que había recolocado y me la entregó.
—Llévala contigo hoy —añadió—. Un recordatorio de que, incluso en la muerte, hay vida.
Tomé la flor, todavía aturdido, y me di cuenta de que todo el miedo y la confusión se desvanecían lentamente. Mientras la familia se agrupaba alrededor de la tumba, retrocedí y les dejé a solas.
Caminé de vuelta por el sendero, sintiendo el peso de la flor como un amuleto. Y entendí, de algún modo, que la memoria es caprichosa, pero también inteligente. Y que, quizás, lo que recordamos no es tan importante como lo que decidimos llevar con nosotros. Los funerales son un cuadro de Hooper.
Escribo esto mientras pienso en que tengo que pintar el borde de la piscina y medio millón de cosas más por hacer. Maldita memoria.