Esos templos de barrio que están desapareciendo, poco a poco, entre una maraña de pseudotabernas y gastrobares con nombres idénticos, parecen más preocupados por su cuenta de Instagram que por su clientela de toda la vida.
Me pregunto, ¿qué pasó con las servilletas de papel con dibujos de aceitunas y el vino de la casa servido en vasos de duralex? ¿Dónde quedaron esos camareros que te llamaban «chico» aunque tuvieras más canas que ellos?
Recuerdo con nostalgia aquellos aclamados bares en los que el ruido de fondo era una mezcla armoniosa de risas, el tintineo de los vasos y el murmullo de las conversaciones que iban desde el último partido de fútbol hasta la vecina que no se hablaba con nadie e iba a comprar el cupón.
Bares con personalidad y de nombre sencillo como «Casa Paco», donde el menú del día consistía en platos que no necesitaban adjetivos sofisticados para saber que eran deliciosos, y de postre, café o fruta del tiempo.
Nos empezaron jodiendo los gintonics, ahora los bares.
Eran lugares donde las tapas no se describían en un cartel de pizarra con una caligrafía que pretendía ser artística. No, las tapas aparecían con tu bebida, y punto. La ensaladilla rusa era un homenaje a las abuelas, con esa combinación perfecta de patata, mayonesa y misterios varios que solo conocía la cocinera. Las croquetas, imperfectas, dejaban claro que habían sido hechas a mano, una a una, en una cocina sin preocupación por las estrellas, solo por respetar la tradición.
Ahora, todos van con los mismos delantales, tratando de parecer auténticos. Las cartas están llenas de anglicismos o, peor aún, son pretenciosas. Nada es gratis. Nada viene con la consumición.
Me pregunto, ¿cuánto nos queda hasta que el último bar auténtico cierre sus puertas, aplastado por la implacable ola trendy? A veces, uno solo quiere una caña en un sitio de verdad.
Los bares de los que hablo no necesitan filtros ni hashtags. Sus paredes, adornadas con fotos antiguas y recuerdos de generaciones, cuentan historias. Cada mesa tiene una cicatriz, una mancha de café o una quemadura de cigarrillo que es testimonio de miles de horas, conversaciones y momentos compartidos.
La próxima vez que pases por delante de uno de esos bares auténticos, entra. Siéntate en una de esas sillas de madera o metal que crujen al moverse. Pide una caña, una tapa de lo que sea que tengan en el día, y deja el mundo moderno fuera, un rato.
Celebra lo simple, la calidez de lo que siempre ha sido y esperamos que nunca deje de ser: un bar de toda la vida.