A quien corresponda (porque espero que a alguien le corresponda)
Coca-Cola Light es parte de mi vida. Más que algunos miembros de mi familia. Y no estoy exagerando: ha estado ahí en cenas que terminaron bien, en otras que no tanto, en aeropuertos, en terrazas, en trenes, en domingos con resaca y en martes de euforia inexplicable. En la mesa de los Soprano y en el último suspiro de Bevilaqua. En Seinfeld.
Estoy harto de los falsos sustitutos o los placebos De que cada camarero me responda con esa frase que ya me sé de memoria y que nunca termina bien:
—¿Coca-Cola Light?
—No, tengo Zero.
No es lo mismo. No sabe igual, no me hace sentir igual, no tiene el mismo timbre emocional. La Coca-Cola Light tiene historia, tiene un punto adulto, elegante, melancólico. Como una película de los noventa o un perfume que ya nadie lleva. La Zero, en cambio, me habla en mayúsculas. Me grita modernidad y abominables gimnasios que abusan del led.
Y yo lo que quiero es sentarme en una bendita terraza de cualquier ciudad y pedir mi bebida sin tener que justificarme.
No me importa envejecer. Solo me importa que todo lo que me gusta está a punto de desaparecer: los pantalones de pinzas, la coma del vocativo, y las personas con buenos modales.
No estoy pidiendo mucho, solo que no desaparezca. Que siga ahí, disponible, leal. Como ha estado siempre. Como ese escudo redondito de tu club, los bares de siempre, o el horario habitual de los partidos de Copa de Europa: las 20:45.
Quiero placer, pero sin culpa. Me importa lo que consumo, pero también lo que sostengo.
Sin más que añadir —pero con una Coca Light con rodaja de naranja en la mano mientras escribo esto—, se despide atentamente,
Un fiel consumidor
(y algo más que eso)