El camarero —chaqueta blanca, mangas ligeramente largas, a pesar del calor— se mueve con un sigilo que roza la ceremonia. Seca una taza, la sostiene a contraluz como un joyero que inspecciona defectos invisibles. Se vuelve al mostrador con la cadencia de quien sabe que todo lo que importa ocurre despacio.
En la mesa junto a la ventana una mujer de vestido verde relee El talento de Mr. Ripley. No subraya, no pasa páginas, simplemente mantiene un dedo entre dos capítulos. Al fondo, un hombre en camisa clara plancha el periódico contra la mesa; dobla cada sección con la exactitud casi litúrgica de alguien que necesita ordenar el mundo antes de enfrentarse a él.
Entre ellos, una muchacha con auriculares se balancea apenas —un compás mínimo— mientras remueve el azúcar. El hilo que escucha queda fuera del guion, pero su estribillo rebota en los espejos del local y hace levitar, por un instante, la pesadez de la siesta. Cada cierto tiempo, una tos discreta se descuelga del perchero, pide permiso y vuelve a colgarse.
Podría parecer que todos comparten únicamente la luz blanquecina que cae desde el ventanal, o el vaho que empieza a dibujar las primeras señales del calor adentro, hay algo más: una alianza tácita de presencias que no buscan protagonismo. Ni siquiera el hombre que llega a media mañana —pantalones de lino, gafas de sol que no se quita— rompe esa tregua; se limita a apoyar un libro cerrado sobre la barra, parece comprobar primero la temperatura del silencio antes de abrirlo.
El camarero, sabiendo que las confidencias empiezan siempre con un gesto y no con una frase, desliza hacia él una servilleta impoluta. Un acuerdo sin palabras: nadie revelará demasiado, y quizá por eso todos se quedarán un poco más. La cafetera exhala vapor; la mujer de verde marca su página; el periódico se rinde y se deja doblar.
Nada extraordinario ocurre, y sin embargo la escena se anota en una libreta invisible que cada cliente lleva encima: la lectora, el domador de titulares, la chica de la canción, el recién llegado que aún es un borrador, el camarero que archiva nombres y pedidos como recortes para un reportaje que nunca escribirá.
Afuera, los coches no sabían que adentro se respiraba una escena de Truffaut, tan cotidiana que dolía.