Para qué ser directos pudiendo ironizar y ser más hijos de puta.
Abordar esta empresa es una tarea que supera ampliamente mis fuerzas. No sé si es que me estoy volviendo viejo, o si, poco a poco, el respeto y los modales están siendo víctimas del vertiginoso ritmo con el que nos consumimos. En una era donde la inmediatez y la brusquedad parecen prevalecer, el arte de la cortesía y la sinceridad parece desvanecerse, dejando lugar a una comunicación más afilada y menos considerada.
¿Es este el precio que pagamos por la rapidez y la supuesta eficacia, o es simplemente una transformación inevitable de los tiempos modernos?
Un amigo me decía siempre que en su casa lleva razón quien más voces da. Si la pereza me lo permite volveré a desempolvar en noble arte de no cuestionar lo que los demás hacen en su casa. Prefiero recordar las mejores cosas de la vida. Si ir más lejos la belleza de quien no se compara con nadie. En cambio, me encuentro con reuniones, mails y llamadas: la trinidad moderna.
Me disponía a escribir sobre lo acelerados que estamos, pero, francamente, ¿quién tiene tiempo para leer eso? Es como si hubiéramos firmado un pacto con el diablo de la productividad, sin leer la letra pequeña. Claro, en la vida moderna no hay tiempo para los pequeños detalles. Vivimos en una época en la que la educación y la cortesía son conceptos que se han reducido a emojis y silencios incómodos. Si la rapidez de la información es el nuevo estándar, el costo parece ser la aniquilación de todo lo que hace la vida soportable. Irónico, ¿no? Nos vendieron la eficacia como virtud, pero nadie mencionó el precio de cambiar la conversación por un like, la confrontación por el ghosting o la autenticidad por la copia de una copia. Nos enseñaron a correr sin sentido, y aquí estamos, cansados sin haber llegado a ningún lado.
Y yo aquí, casi sin aire, preguntándome por qué aún trato de mantener la compostura mientras el mundo aplaude la falta de ella.
Hace 25 años que dejamos de emocionarnos por primera vez. Nos volvimos cínicos, complacientes, y para colmo, empieza el otoño. Esa estación melancólica que se desgasta, como nosotros. Todo envejece, incluso las estaciones.
A veces me siento como un éxito renovado de una horrenda plataforma de streaming, siento que vivo en un remake plagado de estereotipos, con viejos chistes explicados para evitar que el espectador piense por sí mismo. Todo se vuelve trivial, banal, aburrido y, lo peor de todo, grosero.
A mí, denme a cualquier desconocido al que dejar pasar, un comensal que se ausente de la mesa para encontrarme al volver, que me he levantado. No necesito un anciano o una embarazada para tener la excusa de ceder mi sitio. Quizá esté pasado de moda, no les digo que no. ¿Y quién en su sano juicio quiere vivir con los tiempos? Con estos tiempos.