Cuando pierdes algo, sea lo que sea, pero te importa mucho, duele de cojones —que diría nuestro amigo de Jersey—. Hay pérdidas de las que nunca te recuperas del todo. Ni terapia, ni paso del tiempo, ni un clavo saca a otro clavo (eso no funciona, preguntadle a Jesús), ni coaching. Has perdido y punto. El tiempo no cura nada, excepto el jamón.
Cierto es que la vida continúa, sí, pero ¿a qué precio? Vivimos en una constante carrera por recuperar lo perdido, por arreglar lo roto. Por recomponer lo que alguna vez fue perfecto, aunque esa perfección solo existiera en nuestra mente.
En el fútbol, la presión tras la pérdida de balón es una de las estrategias más agresivas y efectivas: te lanzas a recuperar lo que acabas de perder con una intensidad que roza la desesperación. Es esa mezcla de urgencia y furia que te lleva a actuar a veces sin pensar, a perseguir con todo, porque en el juego, como en la vida, sabes que cada segundo cuenta. La presión tras pérdida no es solo una táctica; es una reacción casi visceral a la sensación de vacío, y de lo incompleto, de lo que se escapa entre los dedos. Y aunque a veces lo recuperas, otras veces, el balón —o la oportunidad— simplemente se va, y queda ese hueco. Un hueco que jode.
La vida es ciertamente parecida. Nos pasamos los días persiguiendo lo que hemos perdido y lo que ansiamos, sean oportunidades, personas, sueños o simples momentos. Nos esforzamos por llenar esos vacíos con lo que sea, y muchas veces, en el proceso, olvidamos el propósito original de nuestra búsqueda. ¿Es el balón lo que realmente queremos recuperar, o simplemente no soportamos la idea de haber perdido? Esa es la gran pregunta. Porque la pérdida, en cualquiera de sus formas, no solo es dolorosa; es un recordatorio constante de nuestra vulnerabilidad, de que nada es realmente nuestro para siempre, nos confunde y nos toca el ego y por ahí sí que no.
A veces, se trata de aprender a convivir con lo perdido, de hacer las paces con esos espacios vacíos y seguir jugando, aunque el marcador no esté a nuestro favor. No hay que correr siempre tras una pérdida.
Esperar algo que sabes —o mejor dicho, intuyes— que no volverá, es una forma moderna de esclavitud. Quizá la peor de todas. Te atrapa en una prisión emocional. Esa espera interminable nos puede consumir, haciéndonos perder cualquier enfoque. Una cosa es la nostalgia, y otra negarte la posibilidad de nuevas oportunidades.
Hay personas cercanas a mí, atadas a la esperanza, que en cierto modo los mantiene en pie. Sin embargo, también les impide avanzar; no van a ninguna parte, excepto al fondo.
Hay una escena en Casablanca en la que Ingrid Bergman le pide al pianista que toque As time goes by. A veces, me siento como el viejo Sam con las cuestiones del pasado, tarda en responder, pero cuando lo hace, siempre trae algo de nostalgia.
La esperanza se cuela entre los días como una sutil melodía en el segundo acto de una obra que ya conoces. Deberíamos abrazar lo nuevo con la misma intensidad con la que soltamos lo que ya no encaja. Siempre pienso que deberíamos imitar el atrevimiento de las estaciones del año y simplemente dejar que las hojas caigan donde quieran.