Nada peor que saber qué hiciste tal día de tal año. La otra tarde, sin ir más lejos, una conocida red social me recordó que no hace tanto estaba en Florencia. Lástima no poder contestar a ese recordatorio como lo haría Fernando Fernán Gómez.
La primera vez que vi el David de Miguel Ángel, una estatua de mármol de 5.17 metros de altura, no supe exactamente cómo sentirme. Las líneas limpias de su cuerpo, la claridad de sus facciones, la tensión de sus músculos, todo me pareció al mismo tiempo preciso y vastamente incierto. Su mirada, dirigida hacia un horizonte invisible, parecía contener un desafío que no lograba descifrar. No era la obra, la perfección de la técnica lo que me intrigaba —esas eran cosas que podías aprender a admirar con los años, con las lecturas, con las inevitables visitas a Florencia— sino lo que había más allá, lo que se quedaba flotando en la mente cuando ya no lo estabas mirando.
A veces, cuando pienso en esa escultura, me pregunto qué vio Miguel Ángel cuando se enfrentó por primera vez al bloque de mármol, supongo que algo parecido a la página en blanco del escritor. Era enorme, más de cinco metros de piedra pura, en bruto, esperando, en apariencia, una transformación. En noches como esta, con una luna que apenas ilumina las sombras largas de la ciudad, trato de imaginarlo de pie frente a esa piedra, como si estuviera buscando algo, alguna señal de vida que solo él pudiera sentir. Me pregunto si tuvo miedo. Si sintió alguna vez esa punzada de duda que parece apoderarse de todos nosotros cuando comenzamos algo sin saber si al final seremos capaces de completarlo.
Y entonces lo ves, por primera vez, realmente lo ves, y te das cuenta de que David no es solo una obra de arte. Es una pregunta. Una pregunta sobre la juventud, la fuerza y el destino, sobre lo que significa ser visto, juzgado, comprendido. Es el cuerpo de un hombre joven, es cierto, y sin embargo hay algo más, algo que parece trascender la propia figura humana. Como si fuera más que un guerrero, más que un rey. En su mirada —fija, decidida— hay una duda contenida, una tensión que sugiere que no todo está dicho, que la historia que conocemos no es la historia completa.
Los recuerdos son como ciudades en las que una vez vivimos, pero de las que hemos partido para no volver. No son exactamente lo que eran cuando estábamos allí, y nunca serán lo que esperábamos que fueran. Son fragmentos, espejos rotos que solo nos devuelven una parte de nosotros mismos, y lo que queda fuera de ese reflejo se va difuminando con el tiempo, hasta que ni siquiera estamos seguros de haberlo vivido realmente. Es como cuando visitas un lugar que amaste muchos años atrás, y descubres que el lugar sigue ahí, pero tú ya no.
Ese es el truco de los momentos únicos. No los puedes recrear. Puedes volver a los mismos sitios, mirar las mismas imágenes, incluso estar con las mismas personas, pero nunca es lo mismo. Hay algo en la primera vez que no puedes recuperar, porque no sabías lo que estaba por venir. No sabías que, en ese preciso momento, algo dentro de ti estaba cambiando para siempre. Y así, las cosas que una vez amamos, que una vez nos llenaron de una inmensa e inexplicable alegría, se convierten en recuerdos, destellos de lo que fue.
A veces pienso en todos los recuerdos maravillosos de experiencias fabulosas que he vivido, en mi abuelo, en el primer contacto con Nueva York, Roma o Florencia. También en las películas de Ford, Garci o Capra, en John Wayne, en algún artículo de Gistau, en Holden Caulfield, en el mar. Y todos tienen algo en común: el nexo no es otro que el placer de la primera vez, ese sabor que te dejan los grandes momentos de la vida, por los que, como diría Woody Allen, merece la pena vivir.