Hay días en que me convenzo de que soy un adulto funcional. Hago la compra sin hambre, pago impuestos a tiempo, riego mis plantas y cuido del jardín. Incluso tengo una cuenta de ahorro que, aunque escuálida, no está en números rojos. Pero luego paso delante de una tienda, veo algo —una lámpara que parece sacada de una película de Wes Anderson, un jersey que claramente no necesito o un gadget que promete cambiar mi vida en tres toques— y ocurre.
La falsa madurez me da un codazo y susurra: “Te lo mereces”.
Y, claro, yo me lo creo.
Lo peor no es gastar el dinero. Es el momento exacto, unas horas después, cuando me doy cuenta de que he sido como George Costanza intentando parecer exitoso: convencido, sudando y con una bolsa de papel llena de arrepentimiento. No literalmente —aunque a veces también—, sino ese tipo de adulto que toma decisiones con el entusiasmo de un niño y la lógica de una comedia de los 2000. Como si madurar fuera una actuación de media jornada.
Ahí es cuando pienso: me falta un adulto. Uno de verdad.
Uno que me acompañe como esos asistentes de producción que están en los rodajes y te paran antes de hacer el ridículo.
—¿Vas a pagar eso? —me diría.
—Sí, es que… está en oferta.
—¿Y en qué parte de tu vida crees que eso tiene sentido?
No sabría qué responder. Porque no hay argumento válido cuando la compra que acabas de hacer no mejora tu vida ni un poco. Ni la alumbra, ni la abriga, ni la simplifica. Solo ocupa espacio. Literal y mental.
Supongo que madurar no es dejar de hacer tonterías, sino empezar a reconocerlas más rápido.
Y, a veces, incluso devolver el recibo. Y así que nadie piense que soy como Kramer, bajo el efecto de novocaína y con esos zapatos particulares, comportándome de forma extraña en un taxi, junto a un hombre de la AMCA que asume que tengo una discapacidad intelectual.
A estas alturas, si no me acompaña un adulto, al menos me acompaña la duda.
Que no es mala compañía.