La frase se la suelta Carmine Lupertazzi a Tony Soprano, con una mezcla de desprecio y decepción, como si llevar pantalones cortos fuera un crimen de Estado, peor que pertenecer al crimen organizado; bueno, están ahí, ahí.
Y, mira, no voy a decir que tenga razón. Pero tampoco que esté equivocado.
Hay algo en esa escena que me persigue cada verano.
No sé si es el tono, la sentencia sin apelación o el hecho de que todos, en algún momento, hemos sido Tony: saliendo a la calle con unas bermudas y unas gafas de sol creyéndonos dioses, cuando en realidad parecemos turistas alemanes con resaca.
Lo digo con amor. Lo digo porque me ha pasado.
Y lo peor es que nos hemos creído la mentira: que el verano nos da permiso para ir por la vida como si acabáramos de escapar de un todo incluido. Que da igual la edad, la ciudad o la ocasión, mientras haya chanclas.
Pero no.
El verano —pienso más y más— debería exigir media etiqueta.
Camisas abiertas, sí, pero con cuello.
Pantalones ligeros, pero con botón.
Zapatos cómodos, pero que no chirríen al caminar.
Una cierta dignidad en la derrota térmica. A la playa se debería bajar solo con toalla y un libro; lo sé, ese clasismo del nacido en el Cantábrico.
Y no porque haya que impresionar a nadie, sino porque vestirse un poco mejor te recuerda que el día merece algo de ceremonia, al menos para tomar café.
Que, aunque sea verano y estés pasando calor a las diez de la mañana, y todo el mundo esté subiendo stories desde Menorca, tú puedes mantener la compostura. Ser un poco don de ti mismo.
Cada vez estoy más convencido de que el verano, bien llevado, se parece más a Marcello Mastroianni que a un influ en Ibiza.
Más sombra que sol.
Más Campari que vodka con Red Bull.
Más conversación lenta que playlist animada.
El verano no está hecho solo para abandonarse.
También —a veces— para sostenerse.
Hasta jueguito, joder.