Uno no sabe hasta que punto pude afectar un comentario hecho al azar en una simple conversación de ascensor. Díganselo a Larry David o a Jerry Seinfeld. Las opiniones suelen ser como el amor: o te dan una punzada en el estómago o no te dicen nada. El sentido más estricto de la vida, el racional, nos enseña a medir lo que decimos dependiendo de las circunstancias.
Los comentarios que vertimos van directos al corazón o a la papelera, no hay término medio.
Es cierto que nadie nos enseña a ser nosotros mismos, ni a ser los personajes accidentales en la vida de los demás, y mucho menos a ser certeros con los comentarios. Nuestro ansiado espacio termina justo en la ofensa del prójimo. No suelo hablar de política en la mesa; evito la conversación en cualquier lugar por razones que necesitarían de unas diez mil palabras. Prefiero parecer poco ilustrado, simple e incluso aburrido antes que adoctrinar o crear una corriente de opinión que, seamos sinceros, a nadie le importa.
Me gustó mucho, nada nuevo, un tuit de Mapa de la Nada acerca de aprender a no hacer ese último comentario, a no tener la última palabra.
Callar a tiempo, contar hasta mil y evitar la sensación de que «en tu cabeza sonaba mejor» sí es posible. Requiere horas de estudio y meditación. Ya saben, ante la duda, repite. ‘’En cualquier caso, siempre es así. Uno hace de todo para mantenerse al margen y, luego, un buen día, sin saber cómo, se encuentra metido en una historia que lo lleva directo al final’’.
He conocido a personas de todas las clases; con el tiempo, he aprendido a acercarme a las prudentes y a huir sin ambages de aquellas que tienen por costumbre darte su opinión sin que se la pidas. Son las mismas que, por su forma de ser, siempre tienen la urgencia o el capricho de pedirte algo, lo que sea.
Tenemos una inmensa necesidad de llenar vacíos; quizá no apreciamos el silencio o tenemos esa falsa creencia de que es incómodo. Lo que sí resulta insoportable es hablar cuando no hay nada que decir o que no mejore esa paz espiritual de estar callado. La vida y sus profundidades, sus cambios vertiginosos: una demostración más de que el ser humano es un arte imperfecto.
Me sorprendo a mí mismo pensando en Jerry Seinfeld y su comentario sobre el poni —The Pony Remark, 2×02— durante una cena familiar, con esa clásica mesa atestada de gente hablando entre sí. Él y Elaine deciden mantener una de sus conversaciones sin sentido sobre ponis, comentando que sentían cierta animadversión por esos niños afortunados que tenían uno. Al otro lado de la mesa, Manya, que celebraba su aniversario de bodas, recordaba el poni que tuvo cuando era pequeña en Polonia. Entonces se declaraba la III Guerra Mundial, todo por un simple comentario.
Vivimos en una sociedad donde todo es un escándalo. Ver series sin esa perspectiva actual, como Seinfeld, es un escándalo. Leer a ciertos autores es un escándalo. Ser abstencionista es un escándalo.
Me imagino a Jerry Seinfeld analizado por las nuevas generaciones, centrándose solo en su egoísmo, insensibilidad y vanidad, siempre tan irresponsable e inmaduro episodio tras episodio, más pendientes de emitir juicios de valores vacíos y tendenciosos que de la sensibilidad crítica de la sociedad de finales del siglo pasado.
Yo me centro en las risas enlatadas, en contemplar aquella vida con contestador automático, donde podías comer cereales sin pensar en sus ingredientes nada healthy, fumar en restaurantes o tomar sopa en una tienda donde se hacías largas colas y no esperabas el delivery. Lo curioso es que lo políticamente correcto y aceptable nos ahoga como sociedad, nos enfrenta y divide, nos hace parecer estúpidos y uniformes en cuanto a personalidad.
Discúlpenme si no quiero que me digan qué debo pensar, ver, leer o votar. Los mismos que te dicen que no vueles, lo hacen. Que seas paciente con las esperas en la seguridad social, ¿crees que ellos lo son? Que pagues impuestos con una sonrisa mientras sigues sin ver el desglose.
Aquellos que se empeñan en que seas responsable a su manera, los que señalan qué es correcto y qué no lo es, solo buscan una cosa: domarte.
Si perdemos esa sensación de tener posibilidades, perderemos la inmensa oportunidad de ser libres y únicos.