No sé vosotros, yo odio el verano, y sin embargo, la transición entre el final de agosto y septiembre me deja un poco triste. Demasiado cansado para quejarme, pero lo suficientemente irritado como para dejarlo pasar. Septiembre, ese mes en que todos juramos reorganizar nuestras vidas, mientras seguimos postergado todo como en agosto… y como siempre. El cambio de mes puede acabar con la esperanza, aunque esta lleva años aprendiendo a sobrevivir. Quién sabe, no deben hacer pronósticos frívolos; hasta el maldito Barça se atrevió a ganar la Copa de Europa por primera vez en el fatídico año 91 para los que somos madridistas.
La nueva temporada, la reentré o como queramos llamar a este mes de reencuentros, asiste a largas listas de propósitos por incumplir, hábitos por retomar o, en mi caso, manías por pulir. Una recurrente es pensar en todos los septiembre que he vivido y que nunca he aprovechado, como esos blocs de notas vacíos que se apilan en el escritorio. Septiembre es un lunes prolongado.
Doy otra vuelta en la cama, trato de no mirar el reloj. Deben ser las 5:00 am según mis cálculos; me tengo que levantar en un rato. Siempre he sentido pánico por hacerme mayor, algo inevitable y que debería ser sinónimo de haber vivido; en definitiva, no es un mal arreglo. Pero me encuentro pensando en aquella escena de El Crack 2, con el abuelo, José Bódalo, junto al piojo, Alfredo Landa, cuando el detective Areta le visita en su chalet con vistas al Guadarrama, y Bódalo le habla de decadencia sin ambages, como deben hacerse las cosas, con franqueza y la claridad reveladora de quien sabe más que tú. La memoria es como salir a correr a cielo abierto; una vez que empieza a llover o sale un sol de justicia, no hay refugio.
Demasiado joven para pensar en la muerte, demasiado viejo para usar sudaderas con capucha. Un limbo generacional que no es ni blanco ni negro, un purgatorio de aspiraciones truncadas y esperanzas tibias. No tardé mucho en darme cuenta de que todo ese desánimo por envejecer no es más que la nostalgia de un tiempo que se ha ido. Personas, estados de ánimo, momentos mágicos que sin darte ni cuenta desaparecen y solo te queda eso: el esplendor de los días en la hierba y un montón de asuntos urgentes por tratar, madrugones, tablas de Excel y jodidas tonterías que sin duda no necesito y que en cierto modo siento que me han impuesto. Los bancos, los seguros, los abonos de temporada que casi nunca utilizo; el suspiro resignado al entrar en casa tras un día de productividad que solo le importa a otros.
Que nadie venga a decirme eso de que al final uno se acostumbra a todo, incluso a septiembre, ese momento del año que arranca con una falsa promesa de renacimiento y que, en realidad, solo es una bofetada en la cara para recordarnos que el verano, aunque se le odie, fue una ilusión de libertad improvisada, una breve pausa en el eterno ciclo de obligaciones. Seamos sinceros, el mundo no cambia en septiembre; nosotros tampoco.