Hay algo inevitablemente demoledor en el modo en que los elementos se imponen sobre las vidas cotidianas, y también en la forma en que la gente, esos de a pie, resurge para ayudarse mutuamente. La DANA —esa depresión aislada en niveles altos— ha roto el ritmo de las ciudades y pueblos de Valencia, de Albacete. Casas anegadas, comercios destruidos, carreteras cortadas y vidas destrozadas. Pero la verdadera tragedia no es solo el agua; es el modo en que se repite esta historia, la forma en que deja al descubierto nuestras costuras.
La promesa de apoyo, de planes de ayuda, se desmorona en el laberinto de los despachos y trámites. Los burócratas y gobiernos alzan voces de condolencia, como quien extiende una manta fina en mitad de una tormenta. Hablan de proyectos y soluciones futuras mientras la realidad sigue arrasando. En medio de cada discurso, es la gente misma quien toma las riendas, levantando sacos de arena, compartiendo mantas, abriendo sus puertas. Cuando el sistema vacila, queda esa fuerza subterránea, la que nace de la vecindad, de la humanidad simple, sin agendas.
Es el pueblo salvando al pueblo. Y quizás, en algún rincón, alguien importante lo ve y se avergüenza, pero no hay certeza.