Pocas cosas tan tristes como una piscina vacía. El silencio resuena donde antes hubo risas, chapoteos, y esos sonidos inconfundibles, como el de una botellín helado de cerveza abriéndose. Los bordes secos, que antes escurrían el agua de los días infinitos, ahora son testigos mudos del inexorable cambio de estación. El azul pálido de la pintura, desgastado por el sol sin tregua, cuenta una historia de abandono. Vendrán otros tiempos, pero no mejores, parece decir la silueta sin contenido.
Las hojas caídas flotan a la deriva en la nada, donde antes hubo movimiento, y el aire se siente más denso, casi inmóvil, como si también él extrañara el sonido de los chapuzones y las conversaciones entrecortadas por el calor. En esa quietud, lo que más pesa no es el silencio, sino la ausencia. Una nostalgia indefinida, la sensación de que algo se ha perdido para siempre, aunque no puedas señalar exactamente qué. Es como si esa piscina, desprovista de su agua, se hubiera convertido en un recordatorio constante de lo efímero, de la fragilidad de los momentos que solemos dar por sentados.
Y pocas cosas hay tan tristes como tener que vaciar la piscina. Es un hecho innegable.
Los recuerdos ya no mojan. El hueco seco, sin agua, se antoja expuesto, vulnerable. En El crepúsculo de los dioses (Sunset Boulevard), la escena de la piscina refleja esa misma decadencia. No es solo el cadáver de William Holden lo que flota allí, sino también el final de una era. Cada verano trae consigo esa sensación de pérdida, de cosas que se nos escapan: amigos, amores, tiempo, juventud, ganas.
Una piscina vacía tiene el poder de encapsular la caída, la pérdida. Lo que ya no vas a recuperar. Lo que una vez fue símbolo de éxito y esplendor se convierte ahora en el escenario de un desenlace inevitable, de pérdida de brillo. El agua estancada nos susurra que el verano ha muerto.
En El nadador, Neddy Merrill (Burt Lancaster), un personaje sublime creado por el maestro John Cheever, encarna el drama de alguien atrapado en su propia superficialidad. Al igual que aquellos que no saben cuándo dejar atrás a las personas o los momentos, sigue nadando mientras quede algo de agua. Su incapacidad para ver lo efímero lo consume, pero esa ceguera es lo único que le queda en su desesperado intento de mantener la ilusión de una vida intacta. Un acto final de coraje vacío.
Los días largos se acortan, el calor se suaviza, y lo que antes fue adrenalina pura se transforma en asfalto, en la rutina del regreso, en luces interiores, en buscar el sol como si no hubiera un mañana.
Curioso, ¿verdad