En un salón de espejos de palabras cuidadosamente elegidas y promesas recortadas, nuestros líderes se han lanzado de cabeza a la trampa de ganar el relato. Políticos y medios, dos protagonistas que deberían trabajar para el bienestar colectivo, parecen ahora enfrascados en una pugna por dominar la narrativa.
Todo se reduce a quién logra plantar la idea que los favorezca, a ver quién consigue que su verdad se cuele en los titulares, en los informativos, en los hilos virales. Pero mientras esta obsesión por manipular la opinión pública consume el centro de su quehacer, los problemas reales – los que de verdad afectan – continúan acumulándose en silencio, bajo un manto de promesas repetidas y desmentidos a medias.
En El Padrino, hay una escena memorable en la que un hombre que debe dinero le promete a Don Fanucci, un mafioso de peso, que le pagará domani, domani, domani — mañana, siempre mañana. Con esta excusa, intenta evitar cumplir con su deuda, confiando en que el mafioso le conceda más tiempo y lo deje en paz. Esa misma actitud parece haberse instalado en nuestros políticos y en quienes controlan el relato: postergan y eluden responsabilidades, diciendo que mañana, más adelante, cuando las condiciones sean las adecuadas, se resolverán los problemas. Pero, al igual que Don Fanucci, la paciencia del ciudadano tiene un límite, y no se le puede pedir que acepte eternamente el mañana como respuesta.
La lucha política, una arena donde las ideas deben someterse a la prueba del debate democrático, se ha vuelto un teatro vacío de retórica; en vez de argumentos, recibimos espectáculo.
Los problemas estructurales que marcan el pulso de nuestra sociedad – la economía estancada, la falta de acceso a la vivienda, una crisis de salud mental cada vez más aguda y un sistema educativo al borde del colapso – son temas relegados a una esquina. Y ahora, la desinformación. La bajeza, el fango.
No importa la gente, importa el mensaje, la última encuesta. No sirven al ciudadano, sirven a una causa, que en el fondo, es una sola: el poder. Todo obedece a la misma estrategia.
Y la prensa, cómplice a menudo de este juego, se convierte en el megáfono de las narrativas, el transmisor fiel de cada giro de guion en lugar de ser fiscalizadora. En vez de cuestionar, se limita a repetir y amplificar, sin filtro alguno.
Nos ofrecen el relato, pero nos quitan la verdad.