El pasado —al igual que muchas otras cuestiones— no se sostiene. Se desmorona si lo miramos demasiado de cerca. Se reinventa, se adapta. Se filtra a través del tamiz de la nostalgia que lo suaviza, lo perfuma, lo ilumina con esa cálida luz que, en realidad, miente.
Ese es el trabajo de la nostalgia: protegernos. Construir pequeños refugios de paz entre los escombros del caos. Convertir una sucesión de días comunes en algo eterno es un acto de magia, pero también una trampa. Porque cuanto más perfecto parece aquel instante, más distante se vuelve todo lo demás, incluido el presente.
Una tarde de verano inadvertida ahora brilla con una luz nueva. Un año difícil, incómodo, desordenado, se transforma en una obra maestra. Pero, ¿cómo competir con la perfección idealizada del pasado?
Tony Soprano dijo que recordar es la forma más baja de conversar. Desde el último verano en Roma hasta las noches californianas de Joan Didion, desde nuestra playlist donde Mercury y Bowie nunca dejaron de cantar, todo simboliza lo irrecuperable.
¿Por qué insistimos? Porque el pasado, en su distorsión brillante, ofrece certezas que el presente no promete. Es solo una mascarada. Allí, los momentos parecen protegidos de la erosión, construyendo una paz que quizá nunca fue real. Los recuerdos, en su trampa, sacan brillo a lo que antes fue rutina, justo como la de ahora.
Nada duele más que la nostalgia. Nos muestra qué lejos estamos de aquellos sueños. Nos volvimos ejecutivos. Dejamos de disfrutar. Y, en esa búsqueda insaciable de confort, morimos un poco.
La belleza se fue, nos queda el presente. Y la sensación de que, aunque cálida y reconfortante, es una sombra alargada que nos impide vivir el ahora con la misma intensidad.