No sé en qué momento se nos ocurrió que el verano tenía que parecerse a un anuncio de perfume. O a aquellos viejos comerciales de Coca-Cola en los ochenta. Todo impecable, con cuerpos dorados, terrazas sin ruido y libros leídos en una sola sentada.
El verano real —el mío, al menos— llega con ojeras del resto del año, con planes que se deshacen como los hielos del primer negroni, y con la ilusión de que esta vez sí, esta vez sí lo voy a vivir bien. No como los otros cuarenta.
Idealizar el verano es un deporte nacional. Lo queremos perfecto y lo acabamos convirtiendo en presión. Y, sin embargo, seguimos cayendo.
¿Será porque hay una parte de nosotros que necesita seguir soñando con una versión un poco mejor de lo que somos?
Yo, por ejemplo, sigo comprando libros como si las tardes fueran infinitas, al igual que en El jardín de los Finzi-Contini.
Sigo creyéndome tenista estival, solo por intentar que me quede bien el blanco impoluto.
Sigo creyendo —mientras suena algo suave como en una peli de Woody Allen— que voy a escribir algo bueno.