O el intento inútil de atrapar el verano en una historia francesa
No sé por qué a ciertos niveles tendemos a pensar que el verano tenía que parecerse a una película de Eric Rohmer.
Quizá fue una noche tonta en Filmin, o viendo La rodilla de Clara sin entender muy bien si me gustaba o solo me estaba hipnotizando el sol filtrado por los pinos. Desde entonces, cada año espero que en algún momento de julio me ocurra algo indefinible. Algo pequeño, elegante, como un susurro francés lleno de deseo mal gestionado.
Spoiler: nunca pasa. Y, sin embargo, repito el ritual.
Compro novelas donde la gente pasea por la costa normanda y discute sobre el sentido de la vida como si fuera un aperitivo. Pido vino blanco solo para ver si me sabe a diálogo existencial. Me engaño. Pero con cariño.
Porque algo tiene el verano que nos hace querer ser versiones más suaves de nosotros mismos. Leer mejor. Sentir más despacio. Ver películas sin que nos importe que no pase nada. Solo que la luz sea bonita.
Tal vez de eso se trate: no de vivir un verano perfecto, sino de vivir uno que parezca una escena que querrías rebobinar.
O al menos, uno que no se entienda del todo, pero que te apetezca recordar.