Claire —la llamaremos así— poseía un Hockney, si es que alguien puede realmente poseer una obra.
Tuve la ocasión de verlo en su casa en Mayfair hacia finales de agosto. Llovía y hacía ese calor soporífero que Londres ofrece en verano. Llegué empapado de sudor tras el trayecto en metro. Apenas tres paradas bastaron para sentirme humano e indigno de la visita.
Me abrió la puerta con esa amabilidad que siempre recordaré, intentando agradar con su español de andar por casa, evitando que yo tuviera que pensar en un idioma que nunca sería el mío durante un rato.
La gente que desciende de personas educadas lo lleva en los genes. Nunca le vi un mal gesto, ni siquiera lo intuí. Había preparado té helado, unas pastas de The Connaught y prosecco. Todo en un salón empapelado de verde, con sofás de un crema que emitían tranquilidad y sosiego. Una mezcla perfecta entre estilo Victoriano y Mid Century.
Tras una amable conversación trivial, pasamos a la antigua biblioteca de Clarence, su padre. Cuadros, libros, alfombras, muebles que siempre había soñado, juntos. Todo con esa pátina que deja el paso del tiempo y los ingentes esfuerzos por mantener a raya el deterioro.
Me sentí pequeño, aunque afortunado.
Llegamos hasta el Hockney, abrumados por la sensación de que no merecíamos tanta fortuna. “Nunca te acostumbras”, me dijo. Quizá tenía razón. Seguro que sí.
Nunca volví a estar tan cerca de una obra solo para mí. Ni siquiera cuando estaba a solas durante unos minutos a mediodía en la National Gallery viendo a Carlos I de Inglaterra.
Esa noche, al regresar a mi apartamento en Blomfield Road, no podía dejar de pensar en el Hockney. Me sentí inspirado, como si una chispa se hubiera encendido en mi interior. Me di cuenta de que la verdadera magia del arte no está en poseerlo, sino en experimentarlo. Claire, con su amabilidad y su cuadro, me había recordado lo que realmente importa: la capacidad del arte para conmover y transformar.
Inspirado por esa tarde en Mayfair, quería crear algo que, aunque humilde, pudiera transmitir la misma emoción que sentí frente al Hockney. Pobre iluso. Me contento con contar esta historia una década después. Tal vez nunca seré dueño de una obra maestra, ni tampoco podré aspirar a crear algo que toque el corazón de alguien más, tal como Claire y su Hockney tocaron el mío. La pobreza consiste en eso.