Hubo un tiempo en que soñaba con lo inalcanzable. Ahora, solo fantaseo con la calma. No es que haya renegado de lo que alguna vez quise, ni que ajuste mis expectativas a lo que vende la revista de turno. Simplemente, llega un momento en que entiendes lo que de verdad importa: estar en paz con lo que eres. Con lo que eres ahora, no con lo que imaginabas que serías.
Y con eso, en este momento, es más que suficiente.
Ahora, con la llegada del otoño, me doy cuenta de que lo que busco ya no es esa carrera interminable hacia lo que nunca será. He dejado de correr hacia lo intangible para caminar despacio, a paso firme, disfrutando del aire fresco, del crujido de las hojas bajo los pies y del suave peso de una bufanda rodeándome el cuello.
El otoño, como el buen cine, tiene un ritmo que invita a la contemplación. No es la estación de la prisa ni de la euforia, sino la de las transiciones, como esas películas que no necesitas entender de inmediato, sino sentir. Las que te abrazan con su calma, en las que te quedarías a vivir, aunque por dentro, de forma sutil, te sacudan. Pienso en aquella tarde en la que me refugié en la cálida oscuridad de una sala de cine, viendo Lost in Translation por décima vez. Los colores apagados de Tokio me recordaban a las hojas que caen en las aceras de mi ciudad, y la desconexión de los personajes, su búsqueda de algo más allá de ellos mismos, resonaba con mi propio deseo de encontrar paz en la rutina.
Quizás sea ese tipo de calma la que más ansiamos a medida que los días se acortan. No es una calma impuesta, sino una que llega tras aprender a estar bien con lo que uno es, no con lo que imaginaba que sería. Como la playlist perfecta de Spotify para acompañar el paseo de vuelta a casa: canciones que no te exigen demasiado, que se deslizan por los auriculares como una conversación tranquila. Piensa en Holocene de Bon Iver o en Fast Car de Tracy Chapman. Melodías que, como el café que te calienta las manos, no buscan estimularte, solo ofrecer consuelo.
Y es curioso cómo el otoño invita a este tipo de momentos. Los cafés parecen llenarse de una luz especial, una que en verano simplemente no está. Las personas detrás de las mesas, con sus libros y ordenadores, parecen llevar vidas paralelas, historias que solo puedo imaginar. Tal vez también ellos estén, como yo, buscando ese equilibrio entre lo que soñaban ser y lo que han llegado a ser.
Hay algo en el simple hecho de estar, de escuchar el viento y ver cómo la ciudad se ralentiza con el cambio de estación, que me recuerda que no estoy solo en esto. La vida es una conversación continua entre lo que deseamos y lo que tenemos. Entre lo que alguna vez pensamos que nos haría felices y lo que realmente nos da paz. Como los personajes de las películas de Richard Linklater, que no buscan respuestas absolutas, que disfrutan del acto de hablar, de caminar por las calles sin rumbo fijo, con la música adecuada sonando de fondo.
Quizás por eso amo tanto este momento del año. Porque el otoño no trata de impresionar. No busca la grandiosidad del verano ni el dramatismo del invierno. Simplemente es. Como nosotros. Con nuestras imperfecciones, con nuestras dudas y nuestras cicatrices. Y en esa aceptación, en ese paso lento entre las hojas caídas, encuentro algo que antes me era esquivo: la certeza de que lo que soy ahora, con todo lo que ello implica, es suficiente.
Así que la próxima vez que salgas a caminar por el parque o por las calles de tu ciudad, deja que la música te acompañe. Escucha esas canciones que no solo son buenas, sino que resuenan contigo. Observa las hojas, el cielo gris y las luces titilantes de los cafés. Y en esos pequeños detalles, quizás, también tú encuentres la calma que tanto buscabas.