Los seres humanos vamos directos al corazón o a la papelera, no hay más.
La vida. Lo vivido. Las ideas. Lo inefable.
Somos los personajes en la vida de alguien, los que la habitamos de verdad en ella, como recién sacados de una novela de Paul Auster, nada que ver con los de cine de serie B, que ha logrado ser taquillero gracias al mal gusto de cierta generación.
Nadie nos enseña a ser nosotros mismos, solo cuando fracasamos con respecto los demás sabemos cual es el ‘buen camino’ y es que, el infierno siempre son los otros.
A pesar de que es imposible leer la mano de alguien sin tener en cuenta que socialmente es inaceptable, nuestro ansiado espacio lo conforman las rodillas del prójimo, nuestra actitud con ellos es un mero ensayo. Desde que somos adolescentes nos empeñamos en encajar y eso nos debilita por dentro, solo que tardamos años en saberlo. Este dilema: encajar o ser uno mismo con todas las consecuencias va cobrando fuerza hasta convertirse en una cuestión de estado, por eso dominar el lenguaje, ser precisos es algo que nos cuesta, nos inquieta.
Y, es que si supiéramos llamar a las cosas por su nombre seguramente jamás seriamos felices, al menos no de la forma que la cultura occidental ha diseñado para nosotros. El apego a ese vago concepto de felicidad es feroz, piénsenlo, hagan una lista con las cinco ideas que se les vienen a la cabeza para definir su felicidad. Asusta, ¿verdad?
Nos han enseñado que lo realmente importante es tener una casa, una estabilidad emocional y laboral, irnos quince días de vacaciones y formar una familia. Lo que no nos dijeron es que la vida no es estándar, que la vida pasa y que no hay nada peor que pelear por algo que en realidad no nos convence.
Cuando un hombre se cansa de todo, no es que esté cansado de la vida, es solo del concepto que le vendieron de ella. Cae uno en la cuenta demasiado tarde y es que trazamos planes e intentamos creer en ellos y, a veces, al abrir bien los ojos pasa toda nuestra esplendorosa vida por delante y nos ciega.
Recuerdo la primera vez que visité el Empire State, he de confesar primero la verdad, y es que de niño estaba obsesionado con América, con la idea de América. Subí en el ascensor Art Decó con la respiración de quien va a tener sexo y al llegar a su terraza empecé a comprender que el mundo no era como nos lo habían pintado, estar en lo más alto del edificio con el que había soñado siempre, tampoco. Ya me entienden.
Resulta curioso que de toda aquella puesta a punto solo recuerdo no haber disfrutado del momento con tanta gente tratando de ganar la pole position y ver Nueva York desde el piso 102, me sentí lo contrario a King Kong.
Nada que ver con las escenas tan románticas de Cary Grant y Deborah Kerr en Tú y yo.
Las personas en ocasiones somos inefables, difíciles de encasillar y justo cuando eso ocurre, empezamos a sentimos libres por primera vez. Es como el ciclista que se arrepintió de ganar el Tour, pero eso es ya otra historia y quizá algún día se la cuente.
Supongo que somos así, cuando vemos el maillot amarillo cerca, sencillamente ya no lo queremos. Ahora entiendo un poco mejor a J.D.Salinger, se pasó diez años escribiendo El guardián entre el centeno y el resto de su vida arrepintiéndose.