Nunca tiraba nada, daba igual que sirviera de poco o que no tuviera explicación. Lo guardaba como quien guarda algo valioso, sagrado, una especie de recuerdo de días mejores. Leyendo a Miguel Milá en su libro Lo Esencial, me sentí reflejado en él. Un tipo que con 88 años aún conserva su primera caja de herramientas. Un continuo aprendiz y un observador brillante.
No se dejen engañar, de eso fue hace mucho, incluso he perdido pequeñas herencias familiares de las que duelen e incluso atormentan, recuerdos que yacen quién sabe dónde, quién sabe con quién. La vida es eso, se trata de eso, de dejar ir las cosas porque en el fondo sabemos que no nos han pertenecido nunca o que no éramos merecedores de ellas. Al menos, así entiendo yo todo esto.
Dejar ir es una manera de continuar adelante, de deshacernos de pequeños recuerdos, de amistades que ya no suman, de ropa, de libros nunca, salvo que te mudes de país un par de veces o de recuerdos que ya no sitúas con total nitidez.
No debemos confundir dejar ir con perder. Eso es otra historia que todos o, al menos supongo yo, hemos sentido alguna que otra vez.
Perder como decía, suele producirnos una mezcla entre pena y culpa, apela al orgullo, a nadie le gusta perder, a mí ni a las chapas, pese a ello nunca dejamos de perder algo. No les hablo de la cartera o de las llaves, tampoco de prejuicios, perdemos porque es imposible conservarlo todo.
Dejar ir quizá duele más, sabemos que a veces hay que hacerlo, no queda otra y sin embargo, es un sentimiento cruel que no termina nunca de desaparecer. Es como el olor de las almendras amargas que le recordaba siempre al destino de los amores contrariados a cierto personaje de la novela de García Márquez.
Un sorbo de cianuro, un balazo en el estómago, dejar ir, perder, sentir como en los sueños que no podemos correr o comenzar a distinguir las cosas que se enfrían o que matan. La resaca del alcohol o del amor, las fobias, el miedo a volar o las ideologías solo existen en el cerebro durante un tiempo. Sin embargo, ese tiempo a veces predice que será para siempre.
Dejar ir no significa darse por vencido, solo que uno ya empieza a aceptar que hay cosas que no pueden ser. Lo más complicado de los procesos es cuando uno de verdad está inmerso en ellos.
Para dejar ir uno no puede ponerse a hacer una lista con pros y contras, ni ecuaciones complicadas, simplemente se sabe.
En medio de Tokyo, un maduro Bill Murray, se abraza a una joven y trascendental Scarlett Johansson, por la que ha sentido una inmensa curiosidad y con la que ha pasado momentos que les harán cambiar para siempre. Aquí Sofía Coppola maneja el timing como nadie y cierra la película de culto sin dejar claro si es un adiós definitivo o, por el contrario, se trata de un hasta luego.
¡Sean felices!