Todos hemos querido ser tenistas o, al menos que nos quedase bien el uniforme de tenista, blanco e impoluto.
Alguien dijo una vez una vez que, las chicas se enamoran de los tenistas, pero a estas alturas a quién le importa. En realidad, solo importa en una sociedad que siempre recuerda a quienes tienen éxito y que está terriblemente polarizada. Ya saben: el bien o el mal, el éxito o el fracaso, el rico o el pobre.
En cambio, a veces se olvida que solo hay un ganador y un montón de aspirantes al título. La pirámide de los depredadores y la jungla de asfalto, juntos y revueltos.
Volviendo al asunto del tenis, casi todos solemos recordar a los grandes ganadores de este deporte con sus legiones de fans, yo no. Digamos que odio el tenis, era mediocre como mucho y, supongo que también influye que el blanco inmaculado jamás fue mi color. El único tenista al que seguí durante gran parte de su carrera y hasta su ocaso, fue a John McEnroe.
McEnroe representaba como nadie la lucha contra el poder establecido, un díscolo e irreverente americano capaz de lo mejor y de lo peor en la misma jugada. La imagen que proyectaba, su carácter y temperamento hicieron que pasara a la historia por sus discusiones contra el mundo. Una lástima, ¿no creéis? Pero McEnroe era más que eso, un virtuoso de la raqueta, un espectáculo en cada torneo, un hombre que, contravenía la regla de oro que indico al principio del artículo: no era el tenista clásico del que se enamoraban las chicas, ese era Stefan Edberg.
No sé si han visto Extraños en un tren de Hitchcook, la intriga de Highsmith que describe la idea de un crimen sin móvil, un crimen perfecto. Un ambicioso tenista interpretado por Farley Granger conoce a un psicópata durante un trayecto en tren y ahí empieza la trama. Tenis, el pasado menos glamuroso de alguien, ambiciones, alcoholismo y un crimen por resolver asolan la vida del protagonista, un tipo al que el traje de tenista de color blanco le sentaba fenomenal.
Yo, verán, me siento más dibujado con las almas perdedoras de cualquier trama existencial, soy más como Ken Miles en la cinta Le Mans ´66. Un excelente piloto que no cae bien a las escuderías de la época por no saber callarse a tiempo. Me gustan los seres excéntricos, los que no aceptan un no por respuesta cuando no procede y que son capaces de hacer de su vida un drama mientras sientan verdadera pasión por lo que hacen.
Más allá de una epopeya automovilística, Miles convirtió su vida en una lucha contra los equipos de personas que piensan de manera funcional y estándar, contra la polarización inquietante, contra los pilotos que piensan solo por boca de algún directivo. Por eso, quizá no le quedaba tan sumamente bien el uniforme de piloto y seguramente tampoco el de tenista, pero eso a quién le importa.
No les pretendo convencer para que odien el tenis o a la escudería Ford, o a Farley Granger, Dios me libre. Solo que consulten de vez en cuando la vida y el esfuerzo no solo de los que ganan carreras o Wimbledon o, salen indemnes de una trama de Hitchcook o Highsmith. La historia está llena de anti héroes, de personas y equipos que nunca ganaron nada, pero compitieron siempre. Ante todo, y contra todo. Supongo que me siento más identificado con algunos de ellos, aunque por desgracia no les siente bien el blanco impoluto.
¡Mientras tanto, sean felices!