Nadie sabe tanto de mentiras como quienes alcanzan la gloria, y sin tan siquiera paladearla, deciden salir huyendo de allí. Todos somos un poco Salinger, bueno, todos no.
Pocas cosas me parecen tan terribles como perseguir algo durante un tiempo, invertir en ése ‘lo que sea’, todo aquello que tenemos a cambio de nada. Perseverar, planificar y luchar hasta desfallecer para que nos den una ‘medallita’ chapada en oro al final. El truco es no dejarse deslumbrar por las cosas, o por las personas, por nada en general. Es sencillo decirlo, algo bien distinto poder hacerlo. Y, de eso trata la vida, de ver cuantas veces nos parten la cara, da igual que vayamos con protección, nos la parten una y otra vez.
Afrontar la vida es un desafío, es como cuando quieres saltar al vacío, pero sabes que en realidad no vas a hacerlo y lo más cerca que habrás estado de cualquier sueño es sentir la adrenalina recorriendo tu estómago solo de pensar en el salto. Os decía -es que si no me pierdo- lo difícil que es perseguir algo y cuando estás a punto de conseguirlo, te salte un clic en el cerebro que advierte de las consecuencias. Y, claro tienes ya pocas opciones, vivir con algo que en realidad no necesitas o, acarrear durante algún tiempo con el engaño de saber que todo es mentira y que los premios, los grandes premios, tienen la misma letra pequeña que las hipotecas basura.
Todo es maravilloso hasta que rascas la superficie y, descubres sin más, un decorado de cartón al otro lado.
Probablemente Roger Walkowiak no es un nombre que os diga absolutamente nada. Posiblemente él mismo se lo buscara y lo entiendo. Su figura apenas ocupa líneas en las grandes antologías del ciclismo, los marginales viven la experiencia de lo anodino.
Corría 1956 cuando este ciclista francés ganó el Tour de Francia, algo que sus paisanos ni la prensa le perdonaron jamás. Es curioso, nunca entrar en París con el maillot amarillo fue tan triste, aquello parecía el ejército alemán conquistando el país galo unas décadas antes. ¿La causas? No ser favorito, ni célebre.
La prensa de su país calificó su gesta de indigna, antes del Tour, solo había ganado cuatro etapas en toda su carrera. Roger, años más tarde confesaría que, esas críticas le habían dolido más que sus piernas escalando la montaña sobre su bicicleta. No conozco mejor analogía.
Tengo la teoría de que, el café y los sentimientos, mejor en caliente. ¿No les pasa que sus sentimientos no se enfrían y que solo lo hacen con respecto a quienes les decepcionan?
Lo que nos consume, lo que nos inquieta y lo que dejamos abandonado es solo ruina. Conviene saber qué salvaríamos del fuego y con qué nos sentaríamos a ver cómo arde.
Hace falta, sin duda, cambiar de combustible, cambiar dolor por alegría que diría Manuel Vilas o, al menos por esperanza descafeinada a la que agarrarse. Las cosas que no cambian se anquilosan a las tripas y, no hay forma de sacarlas ya más nunca.
Lo que amamos, lo que no pudo ser, lo que soñamos y perdimos en el camino, los momentos que ya no están, las ganas de días precintados, de nuevas sensaciones. El olor a café y a pan tostado, la mantequilla que nos alegra el día, el color del Cantábrico, la arena que no se nos va hasta que termina el verano en nuestra piel, todo aquello que nos desnuda y que no nos deja indiferentes. En esencia, la vida con la que soñamos. Y, es que cuando uno solo encuentra alivio en los recuerdos del camino, prefiere quedarse al menos con eso, antes que con la tristeza de saber que posiblemente todo es mentira.
¡Sean felices!